29/10/10

La luciernaga



A finales de otoño, cuando el gélido viento barría la ciudad, ella se arrimaba a veces a mi brazo. Notaba su respiración a través de la gruesa tela de mi abrigo cruzado. Pero no era más que eso. Yo continuaba andando con las manos metidas en los bolsillos, como siempre. Como los dos calzábamos zapatos de suelas de goma, nuestros pasos apenas se oían. Sólo un leve crujido cuando pisábamos las hojas secas y arrugadas de los plátanos. No era mi brazo lo que ella buscaba, sino el brazo de alguien. No era mi calor lo que ella necesitaba, sino el calor de alguien. Al menos, eso me parecía a mí.

Los ojos de Naoko habían ganado en transparencia. Una transparencia que no iba a ninguna parte. A veces, sin razón aparente, clavaba sus ojos en los míos. Cada vez que ocurría, a mí me embargaba la tristeza.

La luciérnaga - Haruki Murakami

Imagen:Camile Pisarro

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